EL MUNDO

Obligada a reconstruir su vida a los 12, una niña haitiana se suma a miles que huyen de la violencia

PUERTO PRÍNCIPE, Haití. — Para Juliana St. Vil, de 12 años, la vida empieza cada tarde. Sale de un salto del atestado refugio en que ha estado durmiendo sobre el piso de concreto durante 10 meses, con una sonrisa en el rostro a pesar del difícil entorno. Juliana aún no es una adolescente, y debe moverse en un Haití oprimido por pandillas que mataron a su padre y obligaron a su familia a abandonar su hogar.

Un taller de actuación realizado a diario en una casa grande con un jardín frondoso es su escape.

“Vivía bien”, dijo Juliana, recordando su antiguo vecindario. “Siempre podía comer cuando tenía hambre. Podía ir a la escuela sin preocupación”.

Millones de personas en todo Haití pasan apuros para reconstruir su vida en un país que estuvo un tiempo sin presidente mientras pandillas que desean controlar totalmente la capital y más allá matan, violan y lesionan a miles.

La nación de más de 11 millones de habitantes se encuentra en una encrucijada mientras se prepara para la llegada de miles de policías de Kenia y otros países. Los agentes forman parte de un emplazamiento respaldado por Naciones Unidas para aplacar la violencia de las pandillas, que se disparó tras el asesinato del presidente Jovenel Moïse en julio de 2021.

Haití está más frágil que nunca: Casi 2 millones de personas están a punto de morir de hambre, más de 360.000 han quedado sin hogar debido a invasiones de pandillas, y los suministros básicos han disminuido, ya que el puerto marítimo y el aeropuerto internacional más importantes están cerrados desde hace meses.

Inmersos en todo esto se encuentran haitianos de todas las generaciones que se preguntan si el país logrará salir de esto, y si vivirán para ver su futuro.

«TENÍAMOS UNA VIDA BUENA»
Juliana vivió la mayor parte de su vida en el barrio de Carrefour-Feuilles, que fue reconstruido tras el devastador terremoto de 2010, y se le conocía por ser cuna de jóvenes artistas.

Ubicado en el sur de Puerto Príncipe, era hogar de gente de clase trabajadora y de los que habían dejado la campiña rural.

“Cuando estábamos en casa, éramos libres, teníamos una vida buena”, recordó la madre de Juliana, Baby Gustave.

Vivían en una comunidad llamada Savane-Pistache, donde ella conoció a su futuro esposo en un grupo de oración diaria.

“Me encantaba todo de él. Me bañaba, cocinaba para mí e iba al mercado por mí”, dijo Gustave, a la vez que explicó que sufre debilitantes ataques de asma.

Para cuando Juliana nació en 2011, las pandillas ya luchaban por controlar más territorio en Carrefour—Feuilles, atacándose con machetes que posteriormente remplazaron con armas de alto calibre, enfocándose en hombres armados rivales y civiles.

En una ocasión, los balazos eran tan intensos que Juliana dijo que se desmayó en su hogar.

“Tengo un pequeño problema cardiaco. Y cuando escucho disparos, pienso que podrían darme un balazo”, declaró en voz baja.

Gustave decidió que era hora de irse. Su pareja fue baleado de muerte en 2013 mientras caminaba de vuelta a casa tras pasar un día completo trabajando en una fábrica.

En una tarde de domingo en agosto de 2023, Gustave huyó de su casa con Juliana y una hija menor que tuvo con su nueva pareja. Al igual que muchas personas que huyen de la violencia de las pandillas, todo lo que ella se llevó fueron sus certificados de nacimiento y su credencial para votar.

AHORA, UNA LUCHA TAN SÓLO POR SOBREVIVIR
Juliana lloró cuando se fueron. Era la primera vez que ella era obligada a desplazarse, y no le gustaba. En Savane-Pistache solía jugar en la calle con sus amigos y vivía en una casa de dos habitaciones con camas y colchones y un baño al aire libre que no tenía que compartir con extraños.

Ahora duerme sobre el piso de concreto de una escuela convertida en albergue, viviendo en un aula con casi una docena de extraños, sus ropas metidas en una maleta y una bolsa grande de plástico que solía contener arroz. Comparte un puñado de baños con más de 2.200 personas. No hay mucho espacio para jugar debido a que personas adultas, ropa puesta a secar y calderos hirvientes llenos de sopa y arroz ocupan casi todo el espacio en el refugio, donde en ocasiones escasean los alimentos.

Una mañana reciente, Gustave hervía pan y agregó un trozo de mantequilla, agitando continuamente hasta que formó una sopa espesa. En el fondo una radio propalaba noticias, y un hombre declaraba: “Haití está despedazándose”.

Gustave le dio la sopa con cuchara a su hija de 3 años y guardó las sobras para un vecino flaco que vivía con ellos. Juliana ya había desayunado en casa de un amigo, donde ella pasó la noche porque no se lleva bien con la nueva pareja de su madre.

Para la 1 de la tarde, Juliana tenía hambre, y aprovechó la comida gratuita que ella y casi una docena de niños más reciben a diario antes del taller de actuación. Al igual que los demás, sólo se comió la mitad y guardó el resto para su familia.

Ansiosos por comenzar, los niños ingresaron descalzos a una habitación con pisos de madera para practicar un sketch que le presentarán al público al concluir el taller de dos semanas. Aunque aún no tiene título, el sketch se enfoca en la vida en un albergue en Haití.

Juliana es una de las actrices principales. En una escena es una madre que intenta obtener permiso de vivir en un albergue con su hijo, interpretado por un niño que pretende llorar pero la mayor parte de las veces termina riendo, lo que hace que todo el grupo ría. En otra escena, ella es una persona conciliadora, que halla una solución a un pleito infantil en que los niños desean jugar juegos distintos en un refugio atestado.

En una escena final, ella revela su nombre y su sueño de la vida real: Llegar a ser una mujer policía.

“Me gusta la forma en que visten, pero me daría miedo morir”, declaró.

A sólo unas cuadras de distancia de donde Juliana y otras personas ensayan, una agente de la Policía Nacional de Haití fue baleada de muerte el 8 de mayo mientras luchaba contra pandilleros que intentaban secuestrarla. Ella estaba dejando a su hijo en la escuela.

UNA DISTRACCIÓN DEL TRAUMA
Para generar confianza, los niños del taller llamado “El teatro frena la violencia” organizado por BIT-HAÏTI, un grupo de teatro callejero, practican caer de espaldas en los brazos de alguien.

No todos pueden hacerlo. Algunos sólo se inclinan ligeramente hacia atrás, como si estuvieran entrando en calor para participar en un juego limbo. Un puñado permanecen inmóviles, aguardando al próximo ejercicio.

Involucra hacer un círculo y gritar uno a la vez. Una niña grita sólo un segundo y luego se cubre el rostro, avergonzada.

“Enfrentan un trauma”, dijo Stéphanie François, que ayuda a encabezar el taller.

Los niños han sido obligados a irse de sus casas y están expuestos a espantosa violencia de pandillas, a la que se adjudican más de 2.500 muertes o lesiones tan sólo de enero a marzo.

Cientos de escuelas han cerrado, y es raro que haya juegos en los atestados albergues, que padecen condiciones insalubres.

“Sólo necesitan dejar atrás el ambiente del campamento para estar juntos, para bromear entre sí”, dijo Eliézer Guerisme, directora de programa en el Teatro Nacional de Haití, que participa en el taller.

Juliana extraña la escuela. Disfruta las clases de matemáticas, especialmente de divisiones. En su tiempo libre, cuando no está ayudando a su madre a lavar ropa o platos o cuidar a su hermana, mira programas de cocina, cautivada por el proceso de hornear galletas y pasteles.

Pero estar en esa casa grande con el jardín frondoso es lo que le ayuda a no pensar en que no tiene casa, en que tuvo que dejar a sus amigos y su escuela, en la violencia.

Es un escape que pocos haitianos tienen.

En una tarde reciente, Juliana y los otros niños se reunieron para practicar una escena donde hablan al unísono mientras viven en un albergue imaginario: “Incluso si no es lo que queremos hoy, un día todo será perfecto”, dicen en voces fuertes y claras.


Redacción - ACN

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